Dos ángeles
en una motocicleta eléctrica
Aún verano. En una
conocida avenida sevillana, dos niños de unos seis o siete años rompen el
centro de la calzada iluminando peligrosamente con la luz especial que tienen los niños
la chapa acelerada , ruidosa con olor a gasoil y sucia, de los coches que manejan con indiferencia los desclasados
personajes de la clase media.
El mayor conduce con habilidad una pequeña moto eléctrica entre los peligrosos coches que pueden acabar con la vida recién estrenada. Van
sin cascos. El que va detrás sólo cubre su cuerpecillo con un desteñido
bañador, con el que se tapó (única prenda
de su paupérrimo fondo de armario) durante el rojo latigazo del verano
de Sevilla. Lleva también unas invisibles alas que nadie distingue.
Desde un
coche dos mujeres graban la insólita aventura, y preguntan:
−
¿A dónde vais por ahí?
A mi casa, responde el habilidoso conductor, con voz
quebradiza y aguda de ángel desahuciado
de cualquier paraíso.
Las mujeres
aconsejan: − Id por la acera.
Con
habilidad, el ángel conductor logra
circular por la acera.
Se avisa a la policía, que no logra encontrarlos. En estos
crueles tiempos que marca el siglo XXI, es difícil encontrar ángeles a medio
vestir en medio de una avenida. Sólo aparecen, ya muertos, en las guerras que
los informativos de las indiferentes cadenas de televisión te muestran con
saña. Miles de ángeles muertos que las televisoras crueles aliñan con la
publicidad que te acosa con un “Comprad, comprad, malditos”.
¿A dónde
huyen estas criaturas?
Imagino su barrio de paredes a medio derruir, coronado de
esqueléticas antenas de televisores – que emiten cochambrosos programas – miles
de cigüeñas de alambres para quien quiera ser mentido una y otra vez.
Los ángeles-niños prefieren el juego en la calle hasta que la noche cae y
comprenden que deben comer algo, si hay, y dormir con sueños de triunfo en
carreras de motos de gran cilindrada. Así hasta el amanecer, cuando comprenden
que todo es una utopía que cualquier día puede romper un malnacido que ignora
que los niños – ¡pobrecitos míos! – son los únicos seres puros de este maldito
infierno publicitado.
No le he
dicho a nadie que tengo ganas de llorar, aunque las lágrimas se pierdan en
la permanente lluvia de la sinrazón y de la falta de misericordia.
Nunca más sabré de ellos, ¡pobrecitos míos!, arropados en un
barrio sin alma. Al desaparecer, se me han muerto para siempre y un llanto
repetido, dolorosamente íntimo, me inunda como una catarata desilusionada y
amarga…
Y sin embargo una bocanada de aire limpio, puro, llena mi espíritu y me aúpa a la moto eléctrica con los angelitos de alas quebradizas, perdidos, ¡ay!, para siempre por las amplias y peligrosas avenidas de la vida futura, un porvenir que casi nunca llega.
Pienso que sólo les queda resistir...
Granada, 14
de septiembre de 2025.
Jacinto
Martín.
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