Relatos Cortos - ¿Tienes las llaves?...
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jueves, 10 de abril de 2025
domingo, 20 de octubre de 2024
UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (TERCERA Y ÚLTIMA PARTE)
Un citroën negro rumbo a Cádiz (3)
Cuando
soy feliz me siento Cádiz. (Rafael Alberti)
Un
muerto es la esperanza boca abajo. (Rafael Guillén)
De pronto, en el
atardecer rojizo y ventoso, ‘el muerto de todos los veranos’. Sólo se oía el ciego y triste susurro de la arena arrastrada por el viento. La guardia civil
nos paró. Mi padre, Vera, el cabo y yo bajamos a ver qué pasaba.
-
Hasta que no venga el juez no pueden
ustedes seguir.
Un hombre tapado con una manta, junto a
una guzzi antigua de color rojo, ocupaba la carretera en el mal estado de
siempre. En la cuneta, entre yerbajos, una empolvada gorra, una entreabierta capacha
con uvas, un poco de carne a medio comer y un pedazo de pan. Dijeron que volvía
a Cádiz después de haber trabajado en las viñas de una finca de Jerez.
-
Un muerto es ‘la esperanza boca abajo’, sólo
un nombre para un hombre, un presente quebrado, un pasado legado a la memoria,
una ilusión perdida y un futuro imposible…, pensé con una tristeza indefinida,
silenciosa y confusa.
Después de una hora de espera - mi padre
había acabado con el último cigarrillo del paquete de Caldo de Gallina - nos
dijeron que podíamos seguir.
La ‘voiture’, con lentitud entre dos
azules, recorría el istmo-mango que nos llevaba a la sartén de Cádiz. Saltó el
levante. El viento, estornudo del diablo, oxígeno revuelto en su locura, se
adueñaba de toda la bahía: las playas, los edificios de la ciudad y de los pueblos
cercanos. Aullaba mordiendo enfurecido los muros de las casas, las puertas, los
tejados y las esquinas de las calles; levantaba las olas que rugían temerosas
con un pespunte de miedo blanco en su espuma, taladraba la piedra arenisca de
las iglesias, hacía tabletear las persianas, y ametrallaba con plomillos de
arena la chapa de los coches que se atrevían, avanzando, a llevarle la
contraria. Hasta las 126 torres-miradores de la ciudad sentían miedo. Una locura que imponía silencio mientras
silbaba estrellándose contra las paredes de las bodegas, dormidas en la
oscuridad olorosa del vino.
Todos guardábamos silencio. Sólo Manola –
recordando su niñez y juventud junto a sus padres en la tacita de plata–
susurró un profundo ¡Cádiz de mi alma! cuando se vio escoltada por los dos
azules que enmarcaban el istmo azotado por el rojo latigazo del viento.
El sol, balón redondo que ya nos
anunciaba el próximo Trofeo Carranza, se zambulló en el salado horizonte entre
un arcoíris de rojos, anaranjados, amarillos, verdes, azules, añiles y desvaídos violetas.
Aunque todavía quedaba un punto de luz en la cúpula amarillenta de la catedral, estaba cayendo la tarde. Entonces el levante
aplacó su ira y se echó como perro dócil velazqueño ante la belleza ‘menina’ de
la novia del mar.
Con dificultad Vera nos llevó hasta la
explanada de la catedral, cerca del espigón de cubos picassianos. Allí se
despidió el cabo, ángel de la guarda de
la expedición. Lo vimos alejarse por el barrio de Santa María hasta desaparecer
ya para siempre, salvo en el rescoldo de la memoria.
Luego fuimos hasta el número 18 de la
calle Antonio López, y mis padres, mi tía Carmela, mis hermanos y yo bajamos
del Citroën, para avisar a Georgina de nuestra llegada. Se amontonaban las
maletas a la puerta de la casa mientras los coches se impacientaban y
comenzaban a pitar. Tenían prisa. ¡Qué arte para llegar deprisa a ninguna
parte!
Georgina, amable y gorda como un pollo
de gaviota, nos recibió con su salada
voz aguda: - Otra vez, Jacinto, te presentas sin avisar… siempre igual. Vamos a
ver si te buscamos algo por la casa en donde podáis quedaros.
Ya Manolo Vera, Manola, Manolito y Rafael
y la enigmática y oscura tía de los niños se habían ido hasta la casa alquilada a doña Carmen, una mujer amable, arrugada la cara como una pasa, falta de recursos, que cubría su escasez
alquilando una parte de la casa de la calle Manuel Rancés, muy cerca de Antonio
López. Situada la “jarca”, Manolo aparcó la voiture en la plaza de San
Francisco y volvió con su familia.
Con un regusto amargo, después de doce
horas de cansino viaje, por fin llegábamos a la ciudad soñada, la de la salada
claridad, la estrella de los mares.
Granada, otoño del año 2024.
Jacinto S.Martín
lunes, 25 de marzo de 2024
UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)
UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)
El pasado no pasa nunca. Si hay algo que no pasa es el pasado. Está siempre. Somos memoria de nosotros mismos. Somos la memoria que tenemos. (José Saramago)
UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)
A la memoria de mis padres y a mis hermanos Servando, Rafael y Amparo
Se oía lejana la conversación de los cuatro hombres: el
capitán Crispín, mi padre, Vera y el cabo, al que el capitán, al entrar, le
ordenó cortante un ‘destóquese’. El atribulado cabo saludó todo lo marcial que
pudo, entrechocando los talones de tal forma que se hizo daño en los tobillos.
Luego se quitó el tricornio. Un círculo rojo rodeaba su cabeza. Cabo, parece
usted San Antonio, dijo el capitán.
Las palabras entrecortadas que venían de la comandancia
chocaban con un eco metálico - como en un sueño - contra la chapa del Citroën, en el que
esperaba toda la tropa de niños y mujeres, inquieta y acalorada. Un blablablá
ininteligible llegaba hasta el coche trufado por la risa de mi padre que en la
cima fugaz de la felicidad trataba al capitán como si hubiera sido amigo de
toda la vida.
Un tal que estar, tal que estar, tal que estar, nos llevó más
de hora y media. Por fin llegó el trío: mi padre, Vera y el cabo, que habían
sido recibidos amablemente, pero ‘a palo seco’.
Entró primero Manolo y se sentó frente al volante, enorme
como una rueda de churros; luego, mi padre dejó pasar al cabo con un “pase
usted, Eulogio”. El cabo reaccionó con un cierto malhumor: “¡Mi nombre es
Demetrio Rodríguez Riaño, para servir a Dios y a España!”.
- Usted dirá lo que
quiera que para eso somos libres, pero usted, mi cabo, tiene cara de llamarse
Eulogio - dijo mi padre y comenzó a fumar un “Caldo de Gallina”.
El cabo Demetrio, algo humillado por la visita al capitán
Crispín, se reafirmó en que su nombre era ese, y malhumorado dijo: “Hay días en
que uno querría ser de vino y beberse y desaparecer”…
Y mi padre: “Usted perdone, Eulogio”, y siguió fumando.
Inmediatamente mi padre le ordenó a Manolo que nos llevara a
la ciudad de las bodegas, a la ciudad en donde hasta la sombra de las callejas
sabe a vino.
-
¡Despacito
y buena letra! ¡No hay prisa! ¡No hay prisa!
-
¿No
hay prisa?, comentó en voz baja mi madre, y luego: ‘Jacinto, los niños tendrán
que comer algo’.
-
Ahora,
ahora en Jerez. Dale mientras los filetes empanados que llevas ahí en la cesta.
El Citroën negro destacaba – piano, piano – como un cuervo
rodante por las tierras albarizas de Jerez de la Frontera. Los racimos de los
viñedos lucían esplendorosos a la espera de un futuro líquido inmejorable.
Todos comíamos. Mi madre comentaba con Manola, mientras
devoraba con rapidez tres filetes empanados: “Esta es mi enfermedad, hija”,
necesito comer con demasiada frecuencia. Los tres niños jugaban con la comida
y se arrastraban por las alfombrillas de
la “voiture”. Hubo un momento en que el movimiento de los labios de todos era
tan acompasado que el coche parecía una granja de conejos.
-
Manolo,
pásate por San Fernando, para que todos vean el paisaje faraónico de las
pirámides de sal y los esteros rezumando azul de mar.
El Citroën negro, lento como una cofradía sevillana,
destacaba entre la espiritual blancura de las salinas como en un ajedrezado
paisaje: un solitario rey negro acosado
por un ejército blanco entre los escaques de los esteros.
Y por fin… Jerez de la Frontera, cuna del vino. Entramos por
la amplia avenida con la que la ciudad de las bodegas recibe a todos los
viajeros.
-
Vamos
al centro y comemos algo, ordenó mi padre, y Manolo Vera nos aparcó junto a un
lujoso restaurante.
Nada más entrar, mi padre se acercó a uno de los camareros y
le dio un billete de 100 pesetas con la cara de Falla, para allanar el
servicio.
Cada uno pidió lo que quiso: Eulogio-Demetrio un codillo con
patatas, Manolo, su hermana y Manola,
una fritura variada con lechugas. Mi padre se entretenía con una cigala con
mayonesa y una ensalada de tomates. Mi madre acabó con rapidez con un filete de
ternera, un plato de patatas fritas y unas gambitas al ajillo. Yo comí lo mismo
que mi madre. Mis hermanos comieron un filete con patatas; los niños un
platillo de patatas con huevo.
A mediados de la comida, mi padre, libre como el viento e
imprevisible siempre, se levantó con el plato de tomates, rodeó la mesa que
parecía haber sido colocada por Leonardo da Vinci (éramos 13 y la mesa
alargada), y se lo echó con su tenedor al
plato de Manolo Vera. Después le quitó las lechugas del plato. Me voy a llevar yo
la lechuga. Quédate tú con los tomates, que yo no soy un grillo. Vera se
sonrió.
Cuando a mi padre le pareció llamó al camarero del “Falla” y
le pidió amable que trajese tres botellas de Tío Pepe y tres platos de jamón.
Le comentó al camarero: ‘De jamón y de vino bueno, no se ha muerto nadie’. Y
luego, después de una inútil lucha con
la cigala, le dijo:
-
¡Maestro,
péleme usted el bicho!
Ya estábamos todos casi acabando cuando mi madre, con prisas
siempre:
-
Jacinto,
¿cuándo vas a terminar?
-
Espérate,
mujer. ¡Qué prisa hay! Aquí estoy dándole coba al bicho.
Por fin, después de hora y media, tomamos el postre. Mi padre
pagó, nos levantamos y nos fuimos de nuevo al Citroën negro.
Mi madre comentó cuando salíamos del restaurante:
-
Con
el tiempo de viaje que llevamos, ya podríamos haber llegado a Nueva York.
-
Mira
que esta mujer, dijo mi padre. ¡Qué prisa hay! Además donde esté Cádiz que se
quite Nueva York. La playa de Santa María vale más que Manhattan.
- Y partimos rumbo a Cadiz, la estrella de los mares, el paraíso del Sur.
Granada, 25 de marzo del año 2024.
Jacinto S. Martín.
miércoles, 20 de marzo de 2024
UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (PRIMERA PARTE)
UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ
El pasado no pasa nunca. Si hay algo que no pasa es el
pasado. Está siempre. Somos memoria de nosotros mismos. Somos la memoria que
tenemos. (José Saramago)
A
la memoria de mis padres y a mis hermanos Servando, Rafael y Amparo.
UN
CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ
- A las siete estoy yo aquí como un clavo - eso dijo Vera cuando terminó
la conversación con mi padre, que aquel verano cambió la forma de llegar a
Cádiz - el tren resultaba demasiado molesto - acomodando a la familia en
el coche recién comprado por Manolo Vera, un Citroën negro, de carrocería
monocasco con tracción delantera y resorte de barra de torsión. Manolo Vera
impuso sus condiciones: en aquella ‘cucaracha-voiture’, con caja de cambios de
tres velocidades montada en la parte derecha del tablero y con un eje
central de incómodos asientos, también tendrían que viajar su mujer y sus dos
hijos, Manolito y Rafael, su hermana que quería conocer Cádiz y el cabo de la
Guardia Civil de Paradas, comandante de puesto en el cuartel de la pequeña
ciudad de la Campiña, que iba a ver a la familia a la tacita.
A todos ellos nos sumábamos
nosotros, mi padre, mi madre, la bondadosa tía Carmela y los cuatro niños.
Contando con Manolo éramos trece los ocupantes de la voiture francesa de acero
y alas amplias sin estribos. Era 17 de agosto de 1960 cuando Vera se presentó
con su Citroën a las 7 de la mañana como había predicho. El coche ya venía con
los cuatro miembros de su familia situados en el fondo junto a la pequeña
ventana trasera. Manolo – claro – y el cabo de la Benemérita, elementos
imprescindibles para tan original viaje venían delante.
Entramos los siete de la familia y nos acomodamos como
Dios quiso: mi madre detrás con Amparito en brazos, los niños en el transportín
del centro y delante M.Vera, como experimentado conductor, el cabo, con el
tricornio imprescindible bien colocado, en el centro al lado de Manolo, más
estrecho que un silbido, y mi padre junto a la puerta derecha, que a las
siete y cuarto ya se había fumado dos cigarrillos nublando el interior de la
voiture y perfumando al benemérito , hombre rechoncho, pelirrojo y dócil, al
que Manolo Vera le insistía:
– ¡No se vaya
usted a quitar el tricornio, por amor de Dios, por lo que más quiera, que esa
es nuestra salvación! Así no nos van a parar en todo el trayecto los de su
“cuerpo”. Ese tricornio es para todos más valioso que el faro de Chipiona para
los barcos de la bahía. Cuando el sol se refleje en su cabeza acharolada los
destellos luminosos avisarán a los suyos que somos gente de bien. Con su
reflejo no nos van a contar y con los “menuíllos” incluidos, ya sabe mi cabo
que somos trece.
Y comenzó el viaje al mar azul de Cádiz. Mi
padre alternaba los cigarrillos con un trago de cognac 501.La botella la pasaba
luego al benemérito y a Manolo ¡verdadera camaradería alcohólica!, ¡amistad a
puro trago! Había que matar al gusanillo… El cabo sudaba y el tricornio le iba
dejando una marca rayada en la frente. Manolo Vera cantaba con acento
“paraeño” “Manolo mío, Manolo de mis amores”. Volvía la cabeza y miraba a
Manolito su hijo mayor que jugueteba con Rafaelito el pequeño. Manola, su
mujer, secretaria del juzgado en Paradas, le insistía en que dejara al
niño y se fijara en la carretera…
Decía Manolo que los 130 kilómetros que
separaban Arahal de Cádiz se los ‘barbeaba’ él en poco tiempo, tres horas como
mucho. No contaba con mi padre que, inquieto se movía más que una espuerta de
perros. No aguantaba el encierro en el coche que iba tal como le había ordenado
a Vera al salir: ‘despacito y buena letra’.
Cruzamos el oleoducto de los americanos
que desde Rota pasaba por Arahal y llegaba a Zaragoza, decían. 22 kilómetros
hasta Utrera y mi padre, que no aguantaba más, ordenó amable que parábamos en
la ciudad de los mostachones. Así fue. Nos sentamos en un café de la ancha
plaza del pueblo y desayunamos con café y dulces que mi padre había traído de
Casa Cordero, una pastelería famosa en toda la comarca. Repartió, siempre
generoso, dos docenas de mostachones entre los niños y las mujeres.
Al volver a la ‘voiture’ eran ya
las nueve de la mañana. Dos horas para veintidós kilómetros. El viaje a Ítaca
se presume largo, pensé.
Por un momento el benemérito se
quitó el tricornio que lo estaba matando y Vera: “¡Por lo que más quiera no me
haga usted eso!, que el daño emergente que nos va a provocar el alto de los
suyos me va a producir un ruinoso lucro cesante. Usted me entiende, mi cabo…
Eso lo sé por Manola que de leyes sabe más que Justiniano y que Castán juntos.
Y la pelirroja autoridad embutida entre Manolo y mi padre volvió a colocarse el
estrecho tricornio que le rayaba la frente.
Manolo seguía cantándole a Manolito y a Rafael el ‘Manolo mío, Manolo de
mis amores’ con una voz fuerte y destemplada.
Llegamos poquito a poco cerca de Las
Cabezas y en una venta situada a la izquierda de la mal asfaltada carretera
paramos por indicación del jefe, mi padre. A mi madre, nerviosa con la niña en
brazos, se le movían los mofletes de la cara y en voz baja: “Este hombre no
está bueno”. Volvimos a desayunar – el almuerzo lo llaman en otras regiones de
España. El estrechado comandante de puesto, Vera y mi padre se cambiaron
ahora al Anís del Mono. Vamos a estirar un poquito las piernas, y se perdió un
rato. Al poco tiempo vino con una telera de Lebrija, un pan tan grande como el
volante y redondo como la cara de Dios, y la metió en el soporte de la
ventanilla trasera del coche francés. A mi madre, con Amparito en los brazos,
se la llevaban todos los demonios.
– ¿Mamá, quieres un vinito dulce?
– Quiero irme ya de una vez.
Jacinto, ¡por Dios!
– Bien, bien.
– Manolo, vámonos, dijo, y la ‘voiture’ se puso de nuevo en marcha
– ¡Despacito y buena letra!, ordenó el jefe.
– Vamos a ir a ver al capitán Crispín al cuartel de la guardia civil de
Puerto Real. Es un fenómeno. Tiene once hijos.
– ¡Ahora nos vamos a entretener en Puerto Real!, dijo mi madre.
– Para este hombre, por lo visto, el tiempo no existe. Ese lento masticar del
tiempo debió aprenderlo en Tetuán cuando hizo la mili y se echó la novia
estanquera, y suspiró dolida por el recuerdo. ¡Jesús, Jesús, Jesús!
viernes, 8 de marzo de 2024
JUEVES SANTO, PLAZOLETA DEL CRISTO
JUEVES SANTO...PLAZOLETA DEL CRISTO
JUEVES SANTO, PLAZOLETA DEL CRISTO
Tarde de primavera. En la plaza, la gente espera la salida
del Cristo de la Misericordia. Un hombre en su carrillo garapiña avellanas. Se
deshilacha el cielo en cirros rosas. Chirrían las puertas al abrirse y aparece
el Hombre a la columna atado. Los costaleros – un solo pulso, una única fuerza,
un solo corazón en un ring de zambranas – lo elevan lentamente mientras suena
la música. La gente aplaude. Una niebla de incienso dulce lo inunda todo.
Jesús, humildemente, cruza la plaza.
Un murmurar
dulzón garapiñado
da sabor al
azul de primavera.
Ha gemido de
gozo la madera
y un hombre
humilde a la columna atado
cosecha el
ansia de la dulce espera.
No es más que
un campesino golpeado,
que con los
ojos bajos, derrotado,
implora caridad,
¡quién lo dijera!
Fundiéndose
emociones y creencias,
un corazón
hecho de blanca cera
eleva al Cristo
sobre las conciencias,
y en la brisa
de raso del amor
surca el Señor
la nueva primavera,
hermano en la
besana del dolor.
Arahal. Primavera de los años 90.
Jacinto S. Martín
viernes, 16 de febrero de 2024
ANTE EL ÁRBOL DE JUDAS
ANTE EL ÁRBOL DE JUDAS
Al árbol del amor (del mal amor), también se le conoce como árbol de Judea o de Judas, pues cuenta la leyenda que Judas Iscariote se ahorcó colgándose en una de sus ramas después de traicionar a Jesucristo. Asimismo, hay quien le denomina algarrobo loco por su parecido con el árbol del algarrobo. El ciclamor es un ejemplar de hoja caduca. Sus flores aparecen durante el verano antes que sus hojas. Me detuve ante el árbol y pensé en la responsabilidad o el designio irresponsable del discípulo señalado desde la eternidad para cumplir con su traición.
ANTE EL
ÁRBOL DE JUDAS
Se te negó
la paz y el dulce invierno,
y el
horizonte azul cada verano.
Un beso en
desamor es un infierno,
pero es algo
perfectamente humano.
Sólo este
árbol te acunó fraterno
y supo compasivo ser tu hermano.
Y ocurrió
así, porque así estaba escrito:
Maldito ya
al nacer y al fin… maldito.
Almuñécar, verano del 90.
Jacinto S. Martín
domingo, 24 de septiembre de 2023
GRANADA SE VISTE DE OTOÑO
GRANADA SE VISTE DE OTOÑO
En mi pensamiento Granada se viste de otoño: toda la gama del rojo, del ocre y del amarillo aparece cuando septiembre sabe a majoletas, azofaifas, serbas, granadas, membrillos y acerolas, que pintan un bodegón efímero en los tenderetes de lona blanca en el Campillo, en la Carrera de la Virgen y frente al palacio de Bibataubín. El membrillo perfuma el aire frío; las acerolas, azofaifas y granadas son sólo gozos de la vista; las agridulces serbas enriquecen el blando tacto antiguo. El punto rojo de las majoletas cierra el primer párrafo del otoño.
Un doble ofrecimiento, paralelo al de la tierra, muestran los dulces tenderetes de sultanas, tortas de la Virgen, rosquillas de garbanzos, alpargatas, cordobesas y la blanca ilusión hueca de los roscos de Loja.
Todo tiene el sabor cumplido del rito. El viento libre en la carrera solloza entre los árboles. No pueden refrenarlo las enrojecidas manos del castaño de Indias, ni aquietarlo los tilos.
Luego, preparado el
perfume, el color, el sabor, el olor y el nuevo tacto de las cosas, la Virgen
de las Angustias abre dolorosamente el tercer escenario del año. Los
horquilleros, respetuosamente lujosos, craquean todo
el temblor silencioso de la mano-hoja mutilada en el suelo. Las autoridades,
grillos mudos, desfilan embutidas en la pequeña vanidad negra del frac.
Interminables filas de mujeres y hombres alumbran su propia tristeza con una
vela. En mi pensamiento pasa la Virgen y se calma el aire perfumado de nardos.
Granada, 24 de septiembre del año 2023
Jacinto S. Martín